Durante un semestre tuve que estudiar en la universidad a Baudrillard y el concepto de simulacro. La asignatura la impartía un profesor de aspecto gótico y movimientos lentos, discretamente socarrón y buen tipo. Si no recuerdo mal, era teoría de la imagen o alguna cosa por el estilo.
En su momento Baudrillard me pareció un autor inflado, uno de estos académicos tan del gusto de la izquierda, cuyo enfoque analítico, para mí, cojeaba manifiestamente de un pie, es decir, que se orientaba excesivamente hacia lo material, económico y estructural del capitalismo, y descuidaba por completo la dimensión humana, incluso espiritual, de la realidad; ese estilo de pensamiento cercano a la verborrea ideológica, confusamente teórico y desconectado de la verdad sencilla y tangible de las cosas siempre me ha generado rechazo.
Hoy me he sorprendido pensando en él para dar sentido a lo que estoy experimentando con la inteligencia artificial. Parece evidente que en la universidad lo descarté demasiado apresuradamente. Es probable que ni siquiera lo entendiera bien. Pero su concepto de simulacro me ha servido para explicarme a mí mismo una serie de intuiciones a las que llevo tiempo volviendo.
Aquí van algunas de las ideas que me ha hecho pensar y que para mí son relevantes en este momento.
De la representación al simulacro
Baudrillard partía de una idea clásica: en Occidente, las imágenes y los signos han tenido la función de representar algo real. Es decir, una pintura representaba un paisaje, una palabra representaba un objeto. Siempre había un referente detrás. Lo que él observa (su obra Simulacres et Simulation se publica en 1981) es que hay un momento en que las imágenes y los símbolos ya no remiten a nada “real” que exista fuera de ellos. Se convierten en simulacros, es decir, copias sin original, representaciones sin referente.
La genealogía del simulacro tiene una evolución en cuatro fases:
Reflejo de la realidad: la imagen funciona como un espejo fiel
Máscara y deformación de la realidad: representa, pero empieza a distorsionar.
Máscara de la ausencia: pretende representar, pero en realidad encubre que no hay realidad detrás.
Puro simulacro: no remite a nada real, se convierte en un sistema de signos autónomos.
Para verlo con claridad, algunos ejemplos de cada fase.
En la primera: un retrato que refleja el rostro de alguien; una fotografía que presenta y documenta un suceso; una imagen de Google Street View que muestra una calle tal como es.
En la segunda ya hay variaciones leves: una pintura barroca que dramatiza con luces y gestos lo que en realidad era una escena cotidiana; un anuncio de perfume en el que la fragancia se asocia con lujo, aunque el producto físico no tenga esas cualidades; un filtro de Instagram que embellece un rostro.
En la tercera fase, lo que vemos no es técnicamente real: publicidad de cigarrillos de los 50 mostrando médicos recomendando marcas (no había ciencia detrás, pero se presentaba como tal); un reality show donde se promete vida real, pero todo está guionizado; un influencer con un lifestyle de lujo, sostenido en realidad por deudas.
La última fase son cosas sin vínculo con la realidad pero con efectos veraderos en ella: personajes de dibujos, cómic o ficción que no remiten a nada real, pero tienen fuerza cultural auténtica; mundos artificiales como Disneyland; influencers virtuales creados por IA que no son personas realmente existentes.
La idea que plantea Baudrillard es que en la fase cuatro, cuando todo es simulacro, se pierde la distinción entre lo que es real y lo que es imaginario. A esto lo llama hiperrrealidad, que es un estado en el que los signos (aquello mediante lo cual damos sentido a la realidad) no solo no representan la realidad, sino que sustituyen la realidad misma.
Es como si en el modelo de mapa y territorio, el mapa precediera al territorio. La abstracción define lo real, y no al revés. La copia organiza la experiencia antes de que ocurra.
Creo que a partir de este breve resumen ya empiezan a verse conexiones con el asunto de la inteligencia artificial. Profundizo en ellas.
Inteligencia artificial y simulacros de sentido
Como escritor —y cuando digo escritor me refiero a que soy alguien que da sentido a su experiencia mediante la escritura— cuyo trabajo tiene un componente elevado de interacción con la inteligencia artificial, me veo constantemente llegando al mismo lugar: cada vez siento mi escritura (mi pensamiento) menos mía.
La tesis a la que me ha permitido llegar Baudrillard es que el simulacro es de sentido. Sé que no es una tesis revolucionaria y que ya estaba más o menos contenida en lo que Baudrillard teorizó en los ochenta, pero el sentido al que aludía Baudrillard era de carácter más amplio (qué es real y qué no), mientras que yo hablo de un sentido mucho más personal e íntimo, uno que está vinculado con el trabajo y el oficio propio. En cierta manera, hay una metamorfosis del concepto de simulacro. En Baudrillard se da en el plano social y cultural. Con la IA, el simulacro se traslada al núcleo de la subjetividad. Es decir, que no se transforma únicamente nuestra relación con la realidad, se transforma nuestra relación con la identidad.
Para que se entienda: un texto generado con inteligencia artificial no es una copia de algo que ya existía. No tiene que haber un original detrás. El propio texto crea un mundo posible, una experiencia de lectura que sentimos como real en ese momento:
Este fragmento no remite a nada exterior, a nada real, pero al mismo tiempo puede ser apropiado por un humano para vehicular su propio relato de un recuerdo en la casa de campo de sus abuelos. Y esto es algo que ocurre también con las ideas, con el trabajo. Si la inteligencia artificial me da una estrategia de crecimiento de producto transformadora, como product manager gano, pero como individuo pierdo la experiencia de haber llegado a esa estrategia por mí mismo. Son ideas procedentes de un lugar irreal, ideas que recibimos sin habitarlas experiencialmente. Es crear el territorio a partir del mapa. Otro ejemplo: un estudiante usa la inteligencia artificial para escribir una reflexión sobre un libro que no leyó; ahí el texto también antecede a la experiencia. Viene antes el significado que la experiencia.
El patrón existe, y es observable en multitud de ámbitos.
Pero lo que percibo de diferente con el simulacro de Baudrillard, insisto, es precisamente esto: que la inteligencia artificial desplaza el fenómeno a un nivel más íntimo. No consumimos signos que representan cosas, consumimos significados que simulan experiencias: argumentos, emociones, intuiciones. Con ello, más que una simulación de la realidad, lo que hay es una simulación de la conciencia que da sentido a la vida. Producimos interioridades plausibles sin haber vivido nada. En otras palabras: la memoria, la biografía y la subjetividad —los garantes de nuestra verdad personal— están perdiendo la conexión con lo real. Me parece inevitable que con esta pérdida de la interioridad no se produzca también una pérdida del sentido.
Entonces, ¿dónde está hoy el sentido?
Es evidente que hay una tensión fuerte entre lo que ganas como profesional con la inteligencia artificial y lo que pierdes como individuo.
Como profesional, accedes a más estrategias, más velocidad, más outputs. La inteligencia artificial expande tu “capacidad de producción de sentido” en términos de utilidad externa (reportes, textos, estrategias, ingresos, productividad).
Como individuo, pierdes el trayecto interno que da origen al sentido: la lucha, la duda, la asociación inesperada, la sedimentación de una idea a lo largo de los días.
La síntesis es esta: como profesional acumulas excedente (más ideas, más productividad), pero como individuo estás en déficit (menos experiencias vividas).
Pero entonces, ¿dónde reside el sentido ahora? ¿En el output (lo que entregamos al mercado, al cliente, al manager)? ¿En la experiencia de llegar (lo que uno vive al construirlo)? Si la inteligencia artificial garantiza el output, ¿qué queda de la experiencia? Y si renunciamos a la experiencia, ¿no estamos renunciando a la raíz de lo humano en el trabajo?
Nicholas Carr identificó en su ensayo Superficiales (2010) cómo la tecnología —en ese caso, internet— modifica nuestra capacidad de atención y ejerce cambios físicos en nuestro cerebro. La cognición cambia por el input tecnológico. Y no parece que haya habido en la historia una tecnología con un impacto tan abiertamente directo a nuestro sistema cognitivo que la inteligencia artificial. Internet cambió cómo procesamos información (de lineal a fragmentado), pero la IA está cambiando algo más profundo: cómo generamos ideas. Podría ser que, de igual modo que internet transformó cómo leemos y nos concentramos, la inteligencia artificial termine modificando qué es para nosotros el sentido. Por ejemplo, si Carr tiene razón sobre la neuroplasticidad, nuestro cerebro podría estar adaptándose a recibir significados pre-elaborados en lugar de construirlos. Las conexiones neuronales que se fortalecen son las de evaluación y selección (¿me sirve esta idea de la IA?), mientras que se debilitan las de asociación creativa y elaboración original (¿cómo conecto esta experiencia con aquella intuición?).
La mayoría del debate que circula es sobre si la initeligencia artificial nos reemplazará como trabajadores o no. Pero nadie se pregunta si nos vaciará como individuos, y eso me parece más acuciante. Seguimos siendo necesarios como operadores, pero dejamos de ser necesarios como sujetos. Y sin subjetividad en el trabajo, ¿qué queda de la identidad profesional? ¿Qué queda, incluso, de la identidad personal en sociedades donde el trabajo define tanto quiénes somos?
En este punto por ahora no tengo más que especulaciones. Podría ser que estemos dando los primeros pasos hacia una vida donde experimentar ya no importa. Podría ser que no. En cualquier caso, este es un tema para otro día.
Gracias por leerme.
—Roger